Le
escribo en la cara. Valoro su paciencia mientras voy desgranando sobre sus
mejillas, con sumo cuidado sobre sus ojos abiertos, subiendo y bajando las
montañas de sus fosas nasales, perdiéndome camino de los lóbulos de sus orejas,
ensimismado por el aliento que surge de los geiseres de su rostro.
Fíjate
como soy que yo que acudo puntualmente a cualquier cita, miro como un triunfo
el poder llegar tarde a algún encuentro. Que nado tres veces por semana sesenta
largos de piscina de veinte y cinco metros, me siento victorioso si un día nado
cincuenta y nueve y me reprocho si otro día caigo en la tentación de nadar
sesenta y uno, sesenta y dos. Y no dejo de reprenderme el resto del día.
Si
consigo olvidarme de que he perdido algo para siempre y no estar más allá de
una semana buscándolo.
Si paso
por delante de un libro editado por Anagrama o Acantilado sin echarle un
vistazo.
Que a
veces consigo no volver a repetir lo que he hecho durante los últimos quince
minutos porque no he estado seguro de haberlo hecho pues estaba durante esos
quince minutos pensado en algo que no tenía nada que ver con lo que estaba
haciendo.
Le
escribo eso en la cara. Consciente de que no tiene importancia lo que escribo,
ni dónde, ni cómo, si no el porqué.
Un
porqué que no te sé explicar.
Se lo
escribo en el rostro y no se lo digo.
No
quiero conversación.
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