Dios y
la tijereta
Se
levanta de madrugada. A mear. Mientras está sentado ve en el suelo una tijereta
que se apresura camino de algún lugar, puede ser que alarmada por el inesperado
sol que acaba de salir. No lleva equipaje. Con la zapatilla la mata.
¿A
dónde iba la tijereta? Quizás, camino del trabajo. Acababa de dejar su lecho caliente
y confortable y se encaminaba en dirección al odioso fichaje. O quizás amaba su
trabajo y ardía de impaciencia por retomar lo que dejó ayer inacabado. O quizás
estaba huyendo del hogar, harta de tanta responsabilidad, anhelando la libertad
tenida, dejando a la buena de Dios a su tijereta preferida, preñada y sin
medios para subsistir. Hay tijeretas de todo tipo.
O era
una espía y se encaminaba al encuentro de su contacto para pasarle información preciosísima
de las tijeretas enemigas.
O
simplemente era un atleta que había madrugado y estaba realizando su entrenamiento
diario, pues tiene próximamente una competición.
O era
una tijereta enamorada que acudía al abrazo de la amada tijereta y llevaba el
corazón henchido de amor y esperanza.
¿Quién
puede saberlo?
Lo
cierto es que había un tío meando, de aspecto lastimoso, con los calzoncillos
en los pies, despeinado y con legañas, que en un determinado momento se agachó,
agarró su pantufla y plantó sobre la tijereta toda la fuerza del destino
materializada en la plantilla de la misma.
Y una
vida quedó segada, espachurrada. Una simple mancha negruzca sobre las baldosas
del cuarto de baño.
Pero
nada de eso sabía nuestra tijereta que a lo más que llegó en sus momentos de
debilidad fue a imaginarse que algo superior debía de haber para explicar todo
aquello. Un dios. Su Dios. Un tío meando de madrugada.
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