La grieta de la
esperanza, que dice el tonto
Yo siempre ando buscando esperanzas para escabullirme de la
tragedia. Siempre, tarde o temprano, las encuentro para paliar el “neguit” que
dicen los catalanes. Debe ser que con estar vivo y sano ya tengo mucho ganado.
Pero a veces tengo que emplearme a fondo.
Ahora, por ejemplo, llevaba acongojado unos días viendo a
nuestros líderes políticos lucir su mediocridad y exponer sus más bajas
ambiciones sin pizca de vergüenza, buscando frenéticamente alguna figura
política en la que depositar algo de esperanza. Entre los hombres, ninguna.
Parece que entre las mujeres, hay alguna
esperanza. Desolador el panorama.
Me quiero conformar diciéndome que al fin y al cabo son los
escogidos por los ciudadanos y que a tales ciudadanos, tales políticos.
Ciudadanos informados, convencidos, educados, aleccionados, adiestrados por los
medios de comunicación. Con eso está todo explicado.
Pero no. Me rebelo.
¿Dónde están los resultados de tanta universidad, estudio,
másteres de nuestros líderes? Ellos deberían estar por encima de la mediocridad
reinante. Y no en medio, hozando.
Hasta que por fin encuentro la grieta y por ahí me escabullo
y recupero el oremus. Me tranquilizo.
Al fin y al cabo, ¿Qué está pasando? Pues algo que ha pasado
siempre pero sin violencia. Con una democracia consolidada y lo que es mejor,
con la oportunidad de mantenerse al margen, si uno lo desea, y llevar una vida
más o menos decente.
No me va a pasar, me digo, lo que le pasó a Stefan Zweig o,
a Thomas Mann o Ramón J. Sénder, por ejemplo. No va a haber guerra. Sólo
mediocridad. Y de eso se puede escapar, o al menos mantenerse a distancia.
Además uno puede encontrar semejantes con los que comulgarse
y regalarse criticas uno a otro. Y lamentarse mutuamente, que es como lamerse
las heridas que no se ven.
Así que no pasa nada irremediable si vas por el pueblo y ves
como un vecino escupe en la calle, tira una colilla encima de un coche que no
es suyo, o como sale una mujer a la ventana y se desgañita llamando a su niño
que está a unos cincuenta metros de ella jugando con tierra. O te sientas en
una cafetería y oyes la música mortal que tu vecino de mesa está haciendo
escuchar a media cafetería, ¿Sólo tú oyes suplicar a tu tímpano? O ves pasar más “haigas” que en los años
sesenta.
No pasa nada si no pasa nada cuando oyes a un político
señalado decir una cosa y al día siguiente hacer lo contrario. Y no pasa nada
si gana las siguientes elecciones.
No pasa nada, no hay guerra. La gente no se mata por las
calles, los restaurantes de comida basura están llenos, las carreteras a tope
de coches y la película más taquillera de la temporada es un bodrio para
prematuros. Todo va según lo previsto… por la sociedad de consumo, que llamamos
sociedad del bienestar, que ya quiere decir algo.
Una sociedad, esta del consumo, que es generosa, magnánima,
que no te obliga a decir “haiga”, ni a comer en un Macdonald, ni a entrar en
los centros comerciales.
O sea, muy bien no, pero podía ser peor.
De hecho, mirando hacia atrás siempre ha sido peor.
Igual hemos aprendido. Antes idiotas que muertos.