miércoles, 30 de septiembre de 2015

Escritura Automá[crí]tica XV

Viejito y viejita


La mano temblorosa del viejito se acerca a las manos temblorosas de la viejita y con su otra mano las aprieta. Entre las cuatro manos no son capaces de parar el temblor.
El viejito le dice,
-Te amo. Siempre te he amado.
La viejita le responde,
-Yo también a ti.
¡Cómo hay que estar de obnubilados!
A continuación se dan un casto beso en los labios. No se ven con valor para meterse las lenguas.
¡Cómo hay que ser de mentirosos!
Después se miran a los ojos.
¡Cómo hay que estar de engañados!
¿Qué ven?
Piel marchita, reseca. Una cabeza monda y lironda, con cuatro pálidos pelos. Una cabellera marchita, rala. Unos ojos cansados, apagados. Rasgos faciales que son colgajos pidiendo una rendición sin condiciones.
Cuando las bocas se entreabren, se entrevén huecos entre dientes amarillentos y encías consumidas. A él le salen unos pelos tremendos de la nariz y a ella los labios se le han crispado queriéndose hacer líneas.
¡Se aman, dicen!
Amor es una palabreja que nos inventamos para resumir el deseo y el cariño.
El deseo. Esa sensación voraz de querer comerte a otro ser, de poseerlo, de devorarlo, de hacerlo tuyo de una manera absoluta. De someterlo. De beberte sus orines y comerte sus excrementos. El deseo que no te deja dormir. La obsesión por esas formas, esos gestos. El olor que despiden sus agujeros más íntimos.
Todo es aprovechable cuando el deseo acecha.
Es tan inexplicable y tan fácil de saciar. Como el hambre. Como el sueño.
 Pero también hay que vivir.
Hay que hacer otras cosas.
Hay que renunciar. Hay que ayudar, que explicar, hay que querer. Hay que sentir cariño.
Y entonces, ¡Eh, voila! El amor.
Pero el amor es cojo. Nace cojo y muere por falta de una buena ortopedia.
Cuando al amor se le cae una de las dos patas, generalmente la del deseo, queda una criatura renqueante, que si se mueve se da contra las paredes de la vida y si se queda quieto se aburre.
Pero, ¿Dónde ir?
¿Cómo recomponer otra vez a esa criatura?
Algunos/algunas consiguen otra pieza y mal que bien van tirando. Y otros se inventan la pieza y, cojos renqueantes, aparentan no cojear.
Viejito y viejita no os vayáis así.
Diciéndoos que os amáis, tan tiernamente como si fueseis adolescentes, no os hagáis eso. Tanto tiempo, juntos, para acabar así.
¿Cómo podéis miraros a los ojos y deciros que os amáis? Y ensayar un lastimoso beso en los labios. Besaros en la mejilla, en la frente. No en los labios, que inquietara a vuestras lenguas.
Que no suceda que cuando él vaya a partir tenga que oir de tu boca maltrecha que le has amado siempre.
Dile sólo,
-Adiós, querido mío. Me ha gustado estar contigo hasta el final.
Que no suceda que cuando ella se vaya para siempre tenga que oir de tu boca desdentada que has estado enamorado hasta el final. No se lo merece.
Dile sólo,
-Adiós querida mía. Gracias por tanto como me has dado.
Pero no sigáis mirándoos y diciéndoos que os amáis.
Eso no es amor.
Perdonadme que os diga que confundís las excelencias.

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